14/12/11

Kindle sorpresa

Kindle sorpresa




ace unos días me regalaron un Kindle de 99 euros. Pienso que es uno de los últimos libros con tinta electrónica que Amazon vendió desde Estados Unidos, porque cuando lo recibí ya se podía comprar en Amazon España. He descargado del propio Amazon algunos libros que son gratuitos y 5 diccionarios que se me preinstalaron como por arte de magia por el wifi. También me he bajado unos textos del Proyecto Gutenberg y otros que están en internet que se pueden leer después de “pedificarlos” o convertirlos al formato pdf, cosa que yo aprovecho para de paso agrandar la letra. No creo que por el momento compre ningún libro-e por la sencilla razón de que hay precios que me parecen abusivos. Pero como es natural si necesito algún libro cuyo precio me parezca razonable y no pretenda conservar, es posible que pague lo que me pidan.

Aunque los factores técnicos están bastante conseguidos y la lectura si no resulta agradable por lo menos no disgusta, mis reticencias son básicamente dos: que los libros-e que facilita el Kindle de Amazon son del comprador hasta cierto punto, porque lo que se compra es una licencia de lectura para el chisme que les has comprado, pero no se puede leer en otro cacharro. No es que yo haya prestado muchos o pocos libros convencionales (en mi vida privada, se entiende), pero ya sabemos que el hecho de que un libro lo podamos ir pasando de mano en mano lo hace muy rentable. Si quiero dejar a alguien leer un libro de mi Kindle tengo que dejarle el cacharro, con lo que le dejo también esos 1500 libros que tiene de capacidad. Además, cuando yo me compro un cepillo de dientes o cualquier otra cosa que solo voy a usar yo, nadie se entera de cuando lo uso, pero me temo que el Kindle activa en el DRM o gestor de derechos digitales que hay en los metadatos del libro en cuestión una especie de información sobre el uso que voy haciendo del documento, con lo que exactamente igual que ocurre con el móvil y otras moderneces estoy más controlada que yo que sé.

Yo me acuerdo que allá por el Pleistoceno Superior, cuando yo estudié Biblioteconomía y Documentación, que algún profesor nos explicó que los préstamos eran información confidencial. Es decir que cuando alguien pide y obtiene un libro o lo que sea en préstamo nadie más debe saberlo. Esto venía porque durante la Segunda Guerra Mundial sobre todo hubo una caza de brujas de gente que se había constatado que había leído según qué libros. Se obligó a los bibliotecarios a dar esa información. No sé de ningún colega que esté al caso de esta condición de confidencialidad de nuestro trabajo. La otra condición, aunque no venga ahora a ese caso, es la de que cuando alguien muestra interés por un tema y le ayudas a encontrar bibliografía, eso también es confidencial. Y si el día siguiente otro usuario te pide que le ayudes a buscar bibliografía sobre el mismo tema, has de hacer como si fuera la primera vez. Todo lo más que se puede intentar es dar a entender que recuerdas que alguien más está interesado por el tema, pero no estoy segura de que con eso no se incurra en una falta ética.

Pues ahora todo eso de la confidencialidad del préstamo hace reír al lado del estrecho seguimiento que hacen de nuestro rastro digital todas las redes sociales, el Google Analytics, el Bit.ly y todo lo que se les pueda ocurrir. De  manera que intuyo que pronto será del orden del día que se cree una demanda de expertos en invisibilidad. Mi visibilidad no creo que tenga la menor importancia, mi reputación digital menos. Sin embargo estoy convencida de que hay otras personas más vulnerables.

La incompetencia desleal

Siguiendo con el desconcierto y las moderneces, leo hoy en “El País” por lo menos dos noticias que amenazan el fair play y que serían ejemplos de competencia desleal. Una, la noticia de que el modelo llamado Andrej Pejic ha posado con un push-up para una marca de lencería femenina. Pueden ver en la foto que lleva un soutien o sujetador pero que va vestido con un vestido clásico negro de fondo de armario (little black dress) que solo deja ver la tira de la izquierda de la pieza, también negra: “La compañía danesa Hema ha elegido el look de este andrógino australiano de origen serbio de 20 años, que en 2011 saltó a la popularidad desfilando colecciones femeninas de diseñadores de la talla de Jean Paul Gaultier y Vivienne Westwood, para demostrar que sus sostenes son capaces de dar una apariencia curvilínea hasta a unos pechos que no existen”. El representante de Pejic asevera que la campaña es “revolucionaria”. Me parece muchísimo más acertada una frase que sale hoy 1720 veces en Google: que Andrej Pejic es como “Kate Moss con polla”.  Y me gusta porque remacha esa sofistificación. Me sabe mal añadir por mi parte que me gustaría saber a quien va dirigida publicitariamente hablando la androginia. En mi modesta opinión estos gustos están emparentados con el estilo lacedemonio o pederasta de los aristócratas griegos, sin más, por lo tanto lo único que añaden es algo que podría pasar por exquisito si no fuera tan exiguo.


La segunda noticia de “El País” implica a Amazon, que ha lanzado un servicio que permite a sus usuarios comparar precios usando el móvil, de manera que pueden entrar en un comercio, escanear el precio y ver el mismo producto cómo se oferta en la tienda virtual de Amazon al momento, en tiempo real. Veo en algún comentario que hay quien dice que Amazon España tributa en Luxemburgo, que hay quien dice que no hay que oponerse al progreso tecnológico, etcétera. Lo que aún nadie ha dado, siguiendo con Amazon, es una explicación a que cueste lo mismo un producto que ha sido distribuido de una manera tradicional o convencional que el mismo producto distribuido de otra manera, con una logística basada en internet (aunque luego cueste Dios y ayuda que la mensajería te la lleve a donde has estipulado) y menos intermediarios. No puede ser ni por casualidad que cueste lo mismo.


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